Mucho
he caminado a lo largo de mi vida y esto me ha servido para saber
aprender de mis errores (y de mis aciertos...)
Día
a día comprendí que comenzaba a romper el cascarón alguien
totalmente diferente.
No
fui una niñata y mucho menos lo soy ahora.
Caminaba
buscando un circo en el que aprender a hacer malabares con todo lo
que se presentara en mi vida.
Pero
pese a los intentos, todo acabó por derrumbarse, y pasé de ser
aprendiz de malabarista a fiera enjaulada sin opción de defenderse.
Las
actuaciones eran cada vez más duras. Mi pasión hacía que el
domador usara su látigo sin compasión para mermar mi espíritu,
pero al ver que no podía con él, actuación tras actuación, su
mirada me advertía de que, a pesar de su cansancio, no cesarían los
latigazos.
Y
entonces con cada golpe seco, mi espalda tornaba a endurecerse.
Comencé a encajar los golpes, y aunque el cuero del látigo se
hundía más allá de mi piel, mi espalda estaba tan acostumbrada que
ya a penas se percataba del dolor.
En
aquellos momentos faltaba el pan, y también sobraba el hambre. Los
barrotes de mi jaula me aprisionaban y notaba cómo cada día, me
costaba un poco más respirar, a pesar de que no había falta de
oxígeno.
Ni
la música de cada espectáculo amansaba a esta particular fiera, y
como castigo, el domador me hacía bailar en el fango delante de
aquel público que parecía disfrutar con aquel espectáculo
dantesco.
Pero,
un día, lo que llevaba amordazado en mi corazón y que no quería
salir explotó, y el domador quedó en el suelo, ahogado en su
propia sangre, que también goteaba de mi boca mientras el público
enloquecía, pero no comprendían que mi intención no era hacerles
daño, sino acabar con ese ente opresor que me mataba por dentro.
Aquel domador que anulaba todos mis instintos.
Poco
después fundé mi propio circo y me convertí en funambulista.
Caminaba con una venda en los ojos por el límite de la fantasía,
hasta que caí, pero cometí el gran error de no fijar la red.
La
recuperación fue lenta y dolorosa, pero aquella caída me hizo más
fuerte de lo que el domador no podría haber conseguido jamás.
Las
lágrimas no brotaban, ya no quedaban lágrimas que derramar...Mis
ojos estaban absortos en un mar saturado de sal, y tenía que
buscar como fuera algo en lo que me encontrara por completo para
salir de allí.
Pero
entonces, de repente, miré hacia arriba y allí vi los columpios. El
riesgo me atraía tanto como se atraen dos polos opuestos, y mi
escondido corazón de fiera bombeaba tan rápido que casi se salía
de la caja torácica. Mis fuegos internos se avivaron y mis ojos
representaban al mismísimo infierno.
Antes
de nada, me aseguro de fijar la red.
En
este momento estoy subiendo por las escaleras y me asusta, (pero debo
confesar que a veces soy un poco masoquista y parece que a veces me
gusta pasarlo mal.).
Así
que continuo. Escalón tras escalón, latido tras latido, respiración
cada vez más acelerada, me tiemblan las manos. Estoy nerviosa.
El
chupa-chups que llevo entre mis labios se resbala, cae hacia abajo y
consigue que no sólo mis manos tiemblen. Miro hacia abajo y el
vértigo hace mella en mis sentidos.
Pero
me hago la fuerte y sigo subiendo. He llegado a mi destino. Miro
hacia el frente, y al otro lado de la carpa encuentro el 2º mástil,
al que debo llegar saltando de un columpio a otro. Cojo el primer
columpio, lo agarro con las manos, fuertemente. Me da terror saltar.
Debo
seguir a mi corazón, debo seguir a mi cabeza, debo seguirme a mí,
debería seguir tantas cosas que la confusión me afecta como hacía
tiempo que no lo hacía...
Ni
siquiera sé si saltaré o permaneceré tan inmóvil como lo estoy
ahora...