Era pleno junio y yo me acababa de instalar en Madrid.
No conocía a nadie, pero nuestras miradas se cruzaron por casualidad un día en El Retiro y supe, desde el primer segundo, que marcaría un antes y un después en mi vida.
Su pelo castaño caía sobre sus hombros, llegando prácticamente al centro de su espalda. La observaba desde lejos, leía sentada bajo un árbol, y comencé a dibujarla en la lejanía.
Su mirada ausente , el brillo de su pelo..., era ella.
Día tras día, repetíamos el mismo proceso. Ella se sentaba a leer bajo el mismo árbol y yo, en silencio, hacía garabatos intentando dibujarla.
Un día, tardé más de lo esperado en llegar. Al verme, se levantó y se acercó a mí.
-Pensaba que ya no vendrías- dijo ella.
Me quedé petrificada ante su belleza. Y habló el silencio. Acarició mi mentón y me miró fijamente a los ojos. Era casi imposible sostenerle la mirada.
-Voy a llevarte a un lugar-.
Y allá nos fuimos. Un pequeño local escondido en un rincón de la Gran Vía. Tocaban jazz y había un chico muy joven al piano. Nunca imaginé un sitio igual. Había alfombras de inspiración árabe por todo el suelo, cojines, sillas antiguas y hasta una mini-biblioteca.
De pronto alguien gritó y la policía entró con violencia. Entonces caí en la cuenta de que se trataba de un local clandestino y tratamos de huir.
Corrimos durante unos minutos y me llevó a su casa.
Compartía piso con dos chicos y estudiaba Antropología. No sé por qué, lo supuse.
Tomamos algo, hablamos largo y tendido, y de pronto sacó un papel en blanco.
-Escribe lo primero que se te ocurra- musitó.
-"Arte"-.
Alzó la vista y su mirada me paralizó. Cuando quise darme cuenta, sus labios ya jugaban a interponerse entre mi razón y mi corazón.
Dulce, me tumbó sobre su cama y se subió encima de mí. Se deshizo de su camiseta y el olor de su piel me recordaba a mi infancia en la playa, ese olor a mar...
Me besaba con firmeza y dulzura a la vez. Sus besos cortos y húmedos trazaban un sendero desde mi cuello hasta mi esternón mientras sus dedos, de forma delicada y circular, acariciaban mis pezones, ya erguidos.
Quería más, y ambas lo sabíamos. Arrojé sus pantalones al suelo y mis manos, entrelazadas con su pelo, bajaban hasta acariciar sus pechos.
Completamente desnudas, sentíamos el calor, la humedad. El movimiento de sus caderas pegadas a las mías, como en un hipnótico baile, sus jadeos, los míos, su boca, la mía. El sexo.
Se dejó la dulzura en forma de cicatriz de guerra anclada en mi espalda, la miel en mis labios y sus manos dentro de mí, a un ritmo frenético.
Ni en sueños imaginé algo así.
De pronto su ritmo disminuyó y su boca comenzó a abrirse paso besando mis muslos, lamiéndolos hasta llegar a mi sexo, que la esperaba con impaciencia.
Sentía su lengua jugando conmigo, recorriéndome y mis gemidos quedaban ahogados entre la música.
Casi agotada, me abracé a ella y comencé a morder sus pezones lentamente a la par que mi lengua los rodeaba. Sus manos paseaban por mi espalda hasta que llegué a su ombligo y mi lengua empezó a bajar hasta llegar a su clítoris. Lentamente la saboreaba, disfrutándola, sintiéndola latir, notando sus talones en mi espalda y su mano derecha en mi cabeza marcando el ritmo.
En el último arañazo, el más intenso de todos, supe que no cabía más placer dentro de sí. Y fuimos una.
Rendidas, acabamos derrotadas, con las piernas entrelazadas comenzando una aventura de la que aún, nadie, ha escrito el final.