viernes, 5 de septiembre de 2014

Aurora.

Llevaba esperando en aquel atasco alrededor de una hora y media. Los coches se amontonaban, los conductores desesperaban y el helicóptero de la policía rondaba el cielo como una abeja ronda la margarita de la que depende su existencia.

Eran las 3 de la tarde y el calor era insufrible. No tenía la más mínima esperanza de llegar al velatorio del dueño del bar en el que solía desayunar todas las mañanas. Era un buen hombre. Una lástima.

Dos horas después, conseguí llegar a aquel lugar. Siempre había sentido curiosidad por los velatorios. Todos entraban con semblante serio y acababan riendo mientras recordaban anéctodas del difunto. Era tristemente precioso.

El ataúd era de roble, habría sido un gran chiste decir que el difunto tenía la misma salud que la caja que lo contenía, pero no quería ser la segunda difunta aquella tarde.

A pesar de lo grotesco de la escena, no pude evitar contemplar a su hija pequeña, que se abrazaba a su madre, desconsolada. Irradiaba pureza.
Se llamaba Aurora y no tendría más de 20 años. Verla llorar fue como clavarme un puñal en el pecho.

Habíamos crecido juntas en el mismo barrio y era una chica peculiar. Recuerdo que normalmente llevaba al colegio una mochila con un ornitorrinco bordado. Alardeaba a todas horas sobre teorías acerca de su origen y siempre iba en bici. Más de una vez estuvo a punto de atropellar a la señora del súper. Aurora y su manía de subirse a la acera.

Me acerqué a ella y la besé tímidamente en la mejilla.
Me quedé congelada. Su pelo rozaba mi nariz, olía a vainilla.
Sus brazos rodearon mi espalda y sentí su dolor en mí, como si cayera de bruces por un acantilado.
Y entonces, al apartarse, la vi reír.
Juro que nunca había visto una sonrisa así.

Era la primera vez que cruzábamos una palabra desde hacía meses. Su madre siempre nos contaba que le gustaban tanto las patatas cuando era pequeña que lo primero que dijo fue: "Unitato" en un vano intento de pedírselas a su madre.
Era una familia peculiar, y yo llevaba toda la vida enamorada de ella.

Pasaron los meses y poco a poco nos fuimos acercando. Anhelaba a su padre casi tanto como ella y supongo que eso nos unió.

Tenía los ojos más oscuros que había visto jamás y un día, sin esperarlo, me besó. No supe cómo reaccionar. Miró hacia abajo y su mano se posó en mi rodilla. Me acarició dulcemente y volvió a besarme.
Algo despertó.

Las ganas contenidas, el deseo, fue como un fluir de sensaciones que no pueden describirse con palabras de este mundo.

Llegamos a su casa (se había independizado hace unos meses) y quiso ofrecerme algo de comer pero sólo contaba con un par de patatas, unos cuantos puerros y una botella de vino.

Me ofreció una copa y me mojé los labios. No aguantaba las ganas de besarla pero se me adelantó.
Cuando quise darme cuenta, estaba empotrada contra la pared del salón y estaba a su total merced.

Tenía la dulzura de un atardecer y la furia de un animal herido.
Sus manos recorrían mi espalda y me quitaron la camiseta de la República que llevaba puesta. Sentía sus ganas en cada beso, en cada caricia, en cada gota de sudor.

Ansiaba oírla gemir, ansiaba oírla latir, gritar mi nombre y que los vecinos se quejaran.

Desnuda, era como esas estatuas a las que admiras en un museo y no te atreves a tocar.
Su lengua recorría mi cuello erizando cada milímetro de mi piel. Sus huellas se tatuaban en mis senos y su boca respiraba en mi oído con fuerza advirtiéndome de que todo cambiaría a partir de ese momento.

Se me subió encima y noté su humedad. Éramos una tormenta, el diluvio universal.
Su sexo resbalaba, rozaba, gemía y sus manos me pedían mucho más. Me di la vuelta y ahora yo estaba al mando.
Mi lengua jugaba con su boca, con su oreja, mis dientes mordían su cuello con fuerza, las yemas de mis dedos acariciaban dulcemente sus pezones para después saborear su tacto con mi lengua. Y no pude más.

Quería sentirla vibrar.
Mi boca bajó hasta su sexo mientras sus talones apretaban mi espalda con fuerza. Sus manos empujaban mi cabeza contra ella marcando el ritmo.

Notaba su sexo latir dentro de mí. Sentí cómo derramaba en mi boca todas aquellas ganas acumuladas durante años. Sentí que todo aquello por lo que habíamos permanecido en silencio hasta ahora había merecido la pena.

Pasamos días, semanas en su habitación, como muertas vivientes que se alimentan de sexo una y otra vez, sin descanso. Con la espalda llena de arañazos y los ojos llenos de sueños alimentados por las copas de vino que nos derramamos, hoy día, una y otra vez.

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