Hay una cola interminable.
Turistas y turistas se agolpan a las puertas del Prado. Son las 11 de la mañana y el calor empieza a notarse.
Miro hacia adelante, y veo a una chica imponente salir del museo y hablar con varios turistas. Falda de tubo negra y blanca, camisa roja... Lleva gafas y le dan un toque muy de los años 50. Me quedo hipnotizada.
Su pelo rizado y oscuro cae sobre sus hombros. Y su forma de caminar sobre esos tacones hace que su cadera se mueva de una forma muy seductora. Creo que trabaja en el museo.
Tras media hora de espera, llega nuestro turno.
Moría de ganas por impregnarme del arte de los cuadros de Velázquez.
De sentir un orgasmo al contemplar el Jardín de las Delicias y comprender lo que sentía Stendhal con cada milimétrico detalle del Prado.
De pronto la vi cruzar por una de las salas. Era imponente. Su forma de caminar hacía que muchos de los cuadros perdieran su encanto.
Fuimos hacia otra sala y allí estaba. Inmóvil, contamplando cómo Saturno devoraba a sus hijos. Era una visión grotesca de Goya sobre el famoso mito. Pero su presencia frente a él hacía que el cuadro cobrase un significado deseable y atrayente.
Me acerqué a ella. Seguía inmóvil.
"Las pinceladas de Goya, la oscuridad del cuadro, la rabia y el odio se unen en una comunión perfecta entre la belleza y la fealdad"-dije.
Giró su cabeza y me miró de arriba a abajo.
"Es mi cuadro favorito"-musitó.
Su voz me estremeció. Bajé la vista y deambulé observando a Durero, pero no salía de mi cabeza.
Me encontré de bruces con El Coloso y me sobresalté. Fui hacia el baño para refrescarme y justo cuando iba a salir, me choqué con sus ojos.
Me quedé paralizada. Me sonrió y me empujó hacia uno de los baños.
Casi sin darme cuenta mis manos estaban bajo su camisa roja.
Un sujetador de encaje saltó a escena y al deshacerme de su falda, contemplé su exquisita lencería, sus ligueros. Era una obra de arte en sí misma, y mi lengua quería saborear sus pechos, como si bebiese del más exquisito champagne francés.
Sus uñas se clavaban en mi espalda mientras mis dientes se acomodaban en su cuello.
Ahora la tenía completamente desnuda para mí. Ahora entendía a Stendhal. Su belleza era vibrante, sublime.
Su respiración jadeante en mi oído, su deseo pidiéndome más, y mis ganas mordiéndole la boca.
Emprendí un sendero de besos hacia su sexo. Me arrodillé ante ella, como un altar al que adorar. Sonreí y mordió su labio. Elevé su pierna izquierda sobre mi hombro y mi lengua se abrió paso dentro de ella.
Aguantaba sus gemidos plasmándolos con sus uñas en mis hombros mientras mi lengua la degustaba. Su sabor era tan exquisito como su belleza y sus arañazos me pedían más. Me levantó hacia ella cogiéndome por el mentón y mordió mi cuello. Sus manos bajaron hasta rozar mi clítoris y mis dedos aceptaron el reto de poseerla al mismo compás.
Nuestras manos se movían, nuestras bocas jadeaban y, justo cuando íbamos a llegar al éxtasis, ella mordió mi cuello y no pude evitar gemir. Pero antes de que lo hiciera, ella tapó mi boca para después unir su lengua con la mía, como en una guerra sin fin. Agotadas, nos vestimos y salimos de allí.
Nada ni nadie sabría nunca que el Prado había tenido en su poder la más exquisita obra de arte: el orgasmo de una mujer.
SUBLIME
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