Yo que vivía en el invierno más duro, yo que respiraba viento helado y seguía las directrices de mi oxidado corazón. Yo que evitaba cualquier señal de calor, cualquier relación (directa o indirecta) con las flechas de Cupido y corría veloz cuando escuchaba el batir de sus alas, tropecé y me di de bruces con mis miedos. Pero no con cualquier miedo, sino con el pánico más absoluto y total, el miedo a enamorarme. Pero ya era tarde, pues al levantar la vista, tu primavera ya estaba mirándome.
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