Imagina a Amélie
dentro de una película de Wes Anderson.
Imagina que tiene los ojos de Caperucita
y la boca del lobo.
Imagina un bolso amarillo, una sudadera gris, los labios rojos.
¡Imagina!
Mirarte es contemplar una estatua de Bernini
al borde de la destrucción más absoluta,
analizando su belleza hasta el último segundo,
antes de romperse
en mil pedazos.
—Algo tan irreparable como yo, supongo—.
A nadie le gusta saber hasta qué punto es un cobarde,
y yo fingí armarme de valor
para llenarte la boca de flores.
Aún no sé si fue un acto de valentía
o me poseyó el miedo de escuchar a la nada
más que a ti.
Y qué ingenua.
Supe que eras tú
cuando te vi bailar con el silencio
y
no
eché
de
menos
la
música.
Pero,
¿cómo le explicas a un pájaro
que te has enamorado de las alas que le arrancaron?
A ver quién coño le explica ahora al Sol que prefiero
verte amanecer a ti.
Deséame con suerte,
que me he perdido en el Triángulo de las Bermudas
que tienes en tu mano izquierda y estoy dispuesta
a encontrarte a besos por la Osa Mayor que llevas tatuada
a lunares en tu brazo derecho.
—Como si perderse y encontrarse en la misma piel no fuera suficiente señal—.
Deseémonos, amor;
que la tierra no se cansa de mirarte
cuando pasas frente a fantasmas de mirada vacía.
Y qué envidia.
Nunca escribo poemas a chicas de las que no me acabo enamorando.
Y siento decirte
que no podré
[evitar]
convertirte en poesía.
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