La vi de lejos en aquel bar y sus labios rojos incitaban a buscar más allá de su perfecta dentadura.
Algo alocada y con la mirada puesta en ninguna parte, comía patatas fritas con la elegancia con la que muchos comen caviar.
No esperaba menos de ella.
Su pelo rizado y oscuro brillaba con la luz fluorescente de las farolas y sus ojos llorosos me atraían como imanes.
De pronto comenzó a llover, y algo me decía que ella no era de aquellas chicas que le temen a la lluvia. Es más, disfrutaba sintiendo el agua recorrer sus mejillas rosadas. Me ofrecí a acompañarla bajo un paraguas verde pistacho, y a cada paso llovía más y más. Era una tormenta de verano y sus labios tímidos a la par que pasionales buscaban una pregunta entre tanta respuesta sin sentido.
Llegamos a su portal y justo después de despedirnos me invitó a subir.
Al introducir las llaves en la cerradura y dar la primera vuelta, me miró, encontrando la pregunta que quería formular desde el principio.
"-¿Quieres besarme?"
No me dio tiempo a reaccionar cuando sus dientes ya estaban clavados en mi cuello. Llenó mis labios con su carmín y marcó a fuego mi nuca con su lengua.
Entramos en su casa y algo me dijo que sus ojos marrones y oscuros como la noche sabían lo que iba a pasar desde que nuestras miradas se cruzaron por primera vez.
Su ropa iba cayendo al suelo mientras mi manos memorizaban su espalda. A través de su piel veía toda la ciudad.
La tenía desnuda para mí. Mi boca jugaba con sus pechos pálidos y firmes, como si de una copa de Champagne francés se tratara mientras sus uñas se paseaban por mi espalda dejando señales de una guerra para recordar.
Notaba su sexo húmedo rozando el mío y nuestras caderas encontraron un ritmo perfecto para aquel baile.
Gemía en mi oído, notaba su respiración cada vez más acelerada y la humedad de nuestros sexos ya formaba un solo cuerpo. Quería escucharla gritar, que sus vecinos se aprendieran mi nombre. Pero ella quería llevar su juego más allá y de pronto paró.
Se apartó, se subió encima de mí y en un descuido sacó unas esposas con las que me dejó inmóvil.
Ahora estaba a su total merced.
Sus manos jugaban con mis pechos, lamía mis pezones y sentía su respiración como si fuera mía.
Beso a beso comenzó a bajar, haciendo un camino con su lengua hasta llegar a mi clítoris. Mis caderas le pedían más y ella obedeció. Sumergió su lengua en mí, sabía cómo hacerme gemir y al mismo tiempo comenzó a tocarme. Notaba su pelo rizado cosquilleando mis muslos mientras su boca jugaba conmigo hasta que mis instintos no soportaron más placer y caí exhausta en el último gemido.
Subió hasta mí, mordió mi cuello y mi placer suplicaba a gritos que me quitara aquellas esposas. Necesitaba sentirla.
Y así fue, hundí mis dedos en su cuerpo al compás que mis dientes se apoderaban de su oreja y la sentía latir.
Latían sus caderas, latían sus pechos, su sexo, toda ella, y justo cuando estaba a punto de estallar decidí bajar el ritmo y aterrizar con mi lengua para escuchar sus gemidos aún más.
Tenía su humedad en mi boca, sus manos en mi cabeza llevando el ritmo y sus talones en mi espalda pidiendo más, más y más hasta que su placer pudo con la razón y ambas caímos derrotadas de éxtasis.
Se ancló a mi pecho y se quedó dormida sin contamplaciones.
A la mañana siguiente su ropa seguía en el suelo, la mía también..., pero ella no estaba.
De repente oí la ducha al fondo.
"-¿Ya estás despierta? Ven."
Algo me decía que esto sólo era el principio.
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